Fragmento del capítulo 7 "La Casa propia de verdad"
"Con mi trabajo se alternaban
ráfagas de desmedida publicidad. A finales de verano de 1906, por ejemplo, nos
embarcamos para Canadá, a donde yo llevaba muchos años sin ir y que me habían
dicho que empezaba a liberarse de su dependencia material y espiritual de los
Estados Unidos. Nuestro barco era de las líneas Allan y de los primeros en
llevar turbinas y telegrafía sin hilos. En el camarote del telégrafo, cuando
cruzábamos como a tientas el estrecho de Belle Isle, un barco de la misma
compañía, a sesenta millas, nos dijo en morse que la niebla era aún más espesa
donde ellos estaban. Un ingeniero joven dijo desde la puerta: «¿Con quién
hablas? Pregúntale si ha puesto ya a secar los calcetines». Y la vieja broma
entre colegas atravesó la densa niebla. Fue mi primera experiencia práctica con
la telegrafía sin hilos.
En Quebec conocimos a Sir William Van Horne,
presidente de las líneas de ferrocarril del Canadá, pero que cuando nuestro
viaje de novios, quince años antes, no era más que director del departamento
que le había perdido un baúl a mi mujer y había puesto patas arriba a su
división para buscarlo. Su tardía pero muy considerable compensación consistió
en ponernos todo un vagón Pullman, con mozo de color incluido, para que
recorriéramos el país enganchados a los trenes que quisiéramos y con el destino
que nos apeteciera y todo el tiempo que nos viniera en gana. Aceptamos e
hicimos todo eso hasta Vancouver y vuelta. Cuando queríamos dormir tranquilos,
el vagón se quedaba secretamente en vías muertas y sin ruido hasta por la
mañana. A la hora de comer, los cocineros de los grandes trenes correos, para
los que era un honor llevar nuestro vagón, nos preguntaban qué nos apetecía. (Era
la época del pato silvestre con arándanos.) Bastaba que pareciéramos querer
algo para que ese algo nos estuviera esperando a unos cuantos kilómetros de
recorrido. De este modo, y con estas comodidades, seguimos viajando, cada vez
mejor, y el proceso y el progreso eran un disfrute para William, el mozo de
color, que nos hacía de camarero, niñero, ayuda de cámara, mayordomo y maestro
de ceremonias. (Para colmo, mi mujer entendía su manera de hablar y esto hizo
que él terminara por encontrarse a gusto.) Mucha gente venía a vernos en las
estaciones, y había que preparar y dar toda clase de discursos en los pueblos.
En el caso de las visitas, William, medio oculto tras un enorme ramo de flores,
me decía: «Otra comitiva, jefe, y más regalitos para la señora». Si había que
dar discurso, me decía: «Hay que dar un discurso en X. Siga con lo que está
escribiendo, jefe, sólo tiene que sacar los pies de la mesa y yo le limpio los
zapatos mientras». Y así, con los zapatos adecuados y bien limpios, el inmortal
William me sacaba a escena".